Seguro que dejé aparcado el coche en el sitio habitual cerca de un restaurante que se llama La mafia y luego me fui andando hacia el centro de salud, primero cruzando el semáforo que hay frente al instituto donde seguro que ya había algunos adolescentes de mirada huidiza o desafiante o que encendían el primer cigarrillo como quien inaugura la vida y la saborea por primera vez. Luego el otro paso de cebra y, a la izquierda, el corto trozo de acera donde siempre me cruzo con gente que camina rápido y que todavía lleva en la mirada restos de sueño o un rastro de perfume reciente. Seguro que abrí la consulta y el ordenador y coloqué papeles. Quizá abrí las cartas que había en el casillero y seguro que lo hice como un gesto rutinario mientras ponía música. Pero en una de ellas había algo que ya rompió el ritmo y me hizo sentarme y buscar una historia y tratar de encontrar una cara en la memoria porque tenía que llamarla por teléfono y necesitaba tener algún rastro emocional de ella.
Ella tenía poco más de cincuenta años y hasta ese momento caminaba por la ciudadanía de los que se creen sanos y suponen tener un horizonte despejado. Aunque a esa edad ya se sospecha que la vida va en serio y van cayendo algunos padres y algunos amigos y cualquier dolor puede no ser el lechero que llama a la puerta.
Esperé hasta las nueve y cuarto, por lo menos, aunque se que las mujeres se suelen levantar pronto aunque no trabajen fuera de casa. La supuse haciendo café o la cama o recogiendo alguna ropa de los chicos. Cuando se puso al teléfono trató de ser cordial, de permanecer tranquila y con cierta chispa en la voz, pero creo que los dos sabíamos que fingíamos una normalidad que no existía. No te preocupes todavía, le dije. Hay que confirmar el diagnóstico y a menudo la cosa queda en nada. Pero sabía que al colgar el teléfono se iba a echar a llorar, que ya todo sería distinto a partir de ese momento durante por lo menos algún tiempo si es que al final no era nada.
Parece que fue algo. Le quitaron la mama por un tumor, le dieron “radio” y tuvo quemaduras, le dieron “quimio” y lo pasó muy mal, aunque ella aguantó todas las sesiones sin rechistar con los vómitos y la depresión que le producía. “Radio” y “quimio” como dos apodos benignos, como dos personajes de dibujos animados de esos que luego, por sorpresa, se vuelven peligrosos y enseñan los colmillos.
Durante meses solo supe de ella por su marido que venía a por los partes de baja. Como es habitual no recibí ningún informe de los especialistas que la trataron. No supe qué tipo de tumor tuvo, ni su extensión, ni ninguna justificación del tratamiento que le pusieron. El otro día vino por fin a la consulta. Le estaba saliendo un pelo blanco que la había envejecido mucho y al preguntarle cómo estaba se echó a llorar después de un intento de sonrisa. Tenía mucho miedo. Sobre todo desde que hacía un mes había muerto un cuñado de cáncer. Dormía mal, tenía pesadillas. Lloraba con mucha facilidad y aunque lo intentaba no conseguía disfrutar de la vida. En este largo proceso nadie le había preguntado por sus emociones, ni la habían asesorado en la toma de decisiones. Solo le mostraron el camino que ineludiblemente tenía que hacerse para supuestamente salvar la vida. Me enseñó las cicatrices de las quemaduras de la radioterapia como heridas de una guerra ante la que cualquier sufrimiento está sobradamente justificado.
Me acuerdo de ella esta mañana mientras leo el magnífico artículo de Juan Gérvas (leedlo despacio y pensad sobre él y tratar de cuestionarlo: ese es el reto que nos mejora). http://www.equipocesca.org/wp-content/uploads/2009/03/prevencion-mujer-mys-2009.pdf ¿Y si ese tumor era uno de los que se hubieran curado solos?. ¿Y si en otro sitio le hubieran hecho una terapia menos agresiva e igualmente eficaz?. ¿Y si no se hubiera hecho la mamografía?. Así me meto en un flujo de pensamientos contradictorios: ¿y si el miedo nos impide tomar decisiones que nos pueden salvar la vida?, ¿hasta qué punto mucha gente puede sobrellevar la vida cuando le han dicho que tiene un cáncer?. ¿Qué tengo que pensar antes de pedir una prueba?.
Ella tenía poco más de cincuenta años y hasta ese momento caminaba por la ciudadanía de los que se creen sanos y suponen tener un horizonte despejado. Aunque a esa edad ya se sospecha que la vida va en serio y van cayendo algunos padres y algunos amigos y cualquier dolor puede no ser el lechero que llama a la puerta.
Esperé hasta las nueve y cuarto, por lo menos, aunque se que las mujeres se suelen levantar pronto aunque no trabajen fuera de casa. La supuse haciendo café o la cama o recogiendo alguna ropa de los chicos. Cuando se puso al teléfono trató de ser cordial, de permanecer tranquila y con cierta chispa en la voz, pero creo que los dos sabíamos que fingíamos una normalidad que no existía. No te preocupes todavía, le dije. Hay que confirmar el diagnóstico y a menudo la cosa queda en nada. Pero sabía que al colgar el teléfono se iba a echar a llorar, que ya todo sería distinto a partir de ese momento durante por lo menos algún tiempo si es que al final no era nada.
Parece que fue algo. Le quitaron la mama por un tumor, le dieron “radio” y tuvo quemaduras, le dieron “quimio” y lo pasó muy mal, aunque ella aguantó todas las sesiones sin rechistar con los vómitos y la depresión que le producía. “Radio” y “quimio” como dos apodos benignos, como dos personajes de dibujos animados de esos que luego, por sorpresa, se vuelven peligrosos y enseñan los colmillos.
Durante meses solo supe de ella por su marido que venía a por los partes de baja. Como es habitual no recibí ningún informe de los especialistas que la trataron. No supe qué tipo de tumor tuvo, ni su extensión, ni ninguna justificación del tratamiento que le pusieron. El otro día vino por fin a la consulta. Le estaba saliendo un pelo blanco que la había envejecido mucho y al preguntarle cómo estaba se echó a llorar después de un intento de sonrisa. Tenía mucho miedo. Sobre todo desde que hacía un mes había muerto un cuñado de cáncer. Dormía mal, tenía pesadillas. Lloraba con mucha facilidad y aunque lo intentaba no conseguía disfrutar de la vida. En este largo proceso nadie le había preguntado por sus emociones, ni la habían asesorado en la toma de decisiones. Solo le mostraron el camino que ineludiblemente tenía que hacerse para supuestamente salvar la vida. Me enseñó las cicatrices de las quemaduras de la radioterapia como heridas de una guerra ante la que cualquier sufrimiento está sobradamente justificado.
Me acuerdo de ella esta mañana mientras leo el magnífico artículo de Juan Gérvas (leedlo despacio y pensad sobre él y tratar de cuestionarlo: ese es el reto que nos mejora). http://www.equipocesca.org/wp-content/uploads/2009/03/prevencion-mujer-mys-2009.pdf ¿Y si ese tumor era uno de los que se hubieran curado solos?. ¿Y si en otro sitio le hubieran hecho una terapia menos agresiva e igualmente eficaz?. ¿Y si no se hubiera hecho la mamografía?. Así me meto en un flujo de pensamientos contradictorios: ¿y si el miedo nos impide tomar decisiones que nos pueden salvar la vida?, ¿hasta qué punto mucha gente puede sobrellevar la vida cuando le han dicho que tiene un cáncer?. ¿Qué tengo que pensar antes de pedir una prueba?.
El sabio americano del que hablaba el otro día parecía tenerlo claro: la vulnerabilidad al miedo en una parte importante se hereda y en otra depende de la historia de aprendizaje, precoz sobre todo. El sistema amígdala-cortex prefrontal con sus circuitos condiciona en buena parte nuestra resistencia a los eventos estresantes. Si es sensible la angustia es intensa y de inmediato corrobora la verosimilitud de nuestros pensamientos congruentes con ella. La tendencia a la ansiedad es probablemente bastante frecuente en las sociedades humanas. La pregunta es: ¿se tiene esto en cuenta cuando se venden intervenciones médicas?. ¿Se estudian en serio los efectos secundarios psicológicos de las intervenciones preventivas?.¿Se estudia la vida que quitan además de la vida que hipotéticamente aportan?. O simplemente se tratan como “efectos colaterales” que es mejor ocultar en beneficio de la gran causa que justifica la guerra contra el mal.
Veo gente, cada vez más jóvenes, que quieren hacerse pruebas o que las traen hechas preocupados por un colesterol ligeramente alto o una columna ligeramente desviada. Veo médicos tomando decisiones agresivas sin siquiera aplicar con un mínimo sosiego y rigor el conocimiento actual sobre el tema. Un corsé, una pastilla de por vida, por si acaso. Quizá porque sospechamos que el consenso social está a favor de la intervención: si se hace algo y luego pasa algo, no pasa nada; si no se hace nada y luego pasa algo, pagas un precio.
Y lo que se nos viene encima con los factores de riesgo genéticos, con los genes que nos detectarán y que podrán o no expresarse pero que nos preocuparán para siempre. Se me ocurre que no sé lo que hacemos los médicos. ¿Nos hacemos los mismos controles que indicamos a nuestros pacientes?. Voy a buscarlo en medline. Sería, sin duda, un estudio que deberían conocer nuestros pacientes.
Fantástico tu enfoque, menos mal que cada vez somos más los medicos que cuestionamos el impacto de nuestras intervenciones no sólo en "la salud" de nuestros pacientes sino también en sus vidas asi como la adecuación y oportunidad de las mismas.
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