jueves, 9 de diciembre de 2010

Cólera




Tengo la angustia de las tinieblas en mi nuca. Tengo el calor de los golpes ignorado bajo mi piel. Que se levante al fin el sol y ahuyente mi miedo, escribía el poeta haitiano Rony Lescouflair desde la cárcel en la época de Duvalier con palabras quizá más pertinentes ahora, cuando las calamidades sucesivas superan la peor idea del infierno que pueda imaginarse, cuando ya no quedan palmeras para alimentar ninguna esperanza y la angustia reina sólida como el plomo. Recurro a los poetas haitianos para acercarme a una realidad que he estado evitando cada día en el periódico como si ya la diera por perdida de antemano, como esas cosas que inquietan y se evitan porque se sospechan perdidas sin remedio por mucho que durante un destello aparezcan en los medios de comunicación y sirvan para movilizar conciencias y ayudas internacionales que con el tiempo siempre resultan insuficientes o se pierden en las fauces de la corrupción o la falta de legitimidad política. Pobreza, tiranía, enfermedad, superstición. Siempre ha sido así en la historia y ahora podemos verlo casi en directo. Podemos conmovernos con la suerte de un pueblo terriblemente desgraciado. Podemos intentar ayudarlos de alguna manera. También podemos distanciarnos un poco y tratar de comprender algunos procesos. Por ejemplo podemos analizar lo que sabemos de una enfermedad y su devenir histórico: el cólera.

Una enfermedad es algo más que un conjunto de síntomas o un mal que causa la muerte con mayor o menor rapidez. También es una construcción social que se configura a partir de modelos simbólicos y cognitivos que dependen de un determinado contexto histórico y cultural lo que determina usos sociales y conductas individuales que pueden ser más peligrosos que la propia enfermedad o al menos no ayudar a paliarla. Aunque en esto es fácil caer en ver la historia con ojos de presente. Hoy en nuestra cultura parece evidente el vínculo de un microorganismo con una enfermedad infecciosa. Pero a poco que se piense las cosas no son tan evidentes. Primero hay que superar creencias supersticiosas que tengan que ver con castigos de dioses vengativos; construir una cultura que permita avanzar por el camino de atribuir causas naturales de la enfermedad y que alguien piense en que ésta puede contagiarse de alguna forma de una persona a otra; alguien tiene que fabricar una lente con el suficiente aumento para descubrir por casualidad microorganismos vivos no visibles al ojo desnudo. Y por fin alguien tiene que demostrar que esos microbios pueden producir enfermedades concretas y demostrarlo de forma fehaciente. De hecho eso no se produjo, en el caso del cólera, hasta 1883, cuando Koch, apoyándose en anteriores “cazadores de microbios” (¡vaya libro! de Paul de Kruif) que ya había descubierto la relación y las vías de trasmisión del carbunco y de la tuberculosis, viajó a Egipto para descubrir el bacilo que producía allí una epidemia de cólera y que llamaba de nuevo a las puertas de Europa. El resultado de toda esa lucha es todo lo que ahora se sabe y sobre todo lo que sabemos que era falso y que en ocasiones todavía circula por ahí trasmutado en creencias que se reclaman respetables pero que son simplemente falsas. En la magnífica página de la OPS pueden rastrearse todos los aspectos clínicos y epidemiológicos de la actual epidemia del cólera en Haití. Su abordaje representa una dificultad superlativa en esa sociedad tan castigada, parte de la cual cree en el vudú o culpa de la epidemia a los soldados nepalíes de la ONU (creando altercados que dificultan aún más la evacuación de enfermos) y no tiene garantizada el agua potable ni la evacuación de aguas residuales. En definitiva quizá una situación peor que la que vivía Londres en 1848 cuando ya era la primera potencia mundial.

Y hablar de Londres y cólera es recordar a John Snow (1813-1858). Miro su foto y trato de adivinar la edad que tenía en ese momento, quizá unos 35 años, aunque aparente muchos más como todas las personas en las fotos antiguas. Era tímido, desaliñado, humilde, enfermizo (padecía tuberculosis pulmonar y renal), al parecer no conoció mujer en toda su vida pero en sus ojos se adivina la determinación implacable del gigante que fue. Lo imagino probando en sí mismo diversas dosis y administraciones del éter y luego del cloroformo. Pálido y circunspecto, el 7 de Abril de 1853 en el palacio de Buckingham, justo antes de aplicárselo de forma intermitente con un pañuelo (unas 30 gotas la primera vez luego 15 varias veces) a la reina Victoria en el parto de su tercer hijo, el príncipe Leopoldo, éxito que abrió el camino de la anestesia en Inglaterra.En aquellos tiempos aún estaba en boga la teoría miasmática, pero él, analizando los registros de casos de las sucesivas epidemias de cólera de Londres, fue capaz de deducir que la epidemia debía propagarse por algún vector que se trasmitía por el agua porque los casos eran significativamente más numerosos en los distritos que se abastecían de aguas abajo del Támesis. Peleó implacablemente con los que no le creían que eran todas las fuerzas vivas, médicas, políticas y la mayoría de la población. Incluso cuando en 1854 demostró sin género de dudas la relación entre la bomba de agua de Broad Street y los casos de un pequeño sector de Londres llamado Golden Square y consiguió que las autoridades removieran la palanca. Desde entonces cada año la John Snow Society rememora esta efeméride como homenaje al padre de la epidemiología moderna, en una réplica de la bomba, actualmente en Broadwick Street , justo al lado del John Snow pub donde trataré de beber una “pinta” en su memoria la próxima vez que vuelva a Londres.

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