miércoles, 20 de mayo de 2009

Carlos Castilla del Pino

Hay una cierta generación de médicos que se están muriendo y que no estoy seguro que estén siendo sustitutidos por otros que ocupen su lugar. Médicos como Lain Entralgo o Castilla del Pino que, a pesar de las diferencias que mantuvieron en vida, comparten muchas características encomiables. Tuvieron la ambición de alcanzar la excelencia intelectual y profesional y fueron capaces de sacrificar muchas cosas a ello. Se comprometieron con su tiempo y fueron una referencia pública para amigos y enemigos, a veces pagando un alto precio. Fueron grandes escritores y estuvieron presentes hasta el final, cuando ya eran muy viejos y sin embargo su pensamiento era cada vez más agil, más jóven.

Hace cinco años cuando estaba organizando un congreso de atención primaria regional que, como el que acaba de terminar, también tocaba en C.Real, traté de traerlo a la conferencia inaugural. Aquí había trabajado un año (1950) su amigo Luis Martín Santos y me gustaba la idea de que nos hablara de la literatura y la psiquiatría de los 50. Busqué su número de teléfono en la guia y cual no sería mi sorpresa que al llamarlo a la consulta me respondió una grabación en la que se ponía a disposición de los pacientes y les daba el teléfono de su casa. Allí lo llamé y hablé con su compañera que disculpó su asistencia porque estaba revisando "La casa del Olivo" el último tomo de sus memorias. El gran hombre con más de 80 años estaba todavía disponible, pasaba consulta, asistía a las sesiones de la Academía y trataba de estar accesible.


Entonces comencé a leer "Preterito imperfecto" el primer tomo de unas memorias imprescindibles para entender lo que era ser médico en el franquismo o más bien lo que era intentar serlo con otra mentalidad, desde un cuestionamiento radical que, en este caso, lo era también a la psiquiatría oficial, uno de los resortes de poder de la dictadura. Vallejo Nájera y Lopez Ibor lo controlaban todo entonces. Éste último fue su maestro hasta que se fue a Córdoba a trabajar en un pequeño dispensario donde comenzó a ver las secuelas que había dejado la guerra en los vencidos, en las clases bajas.


Veía enfermos, leía y escribía. Lo hacía de madrugada antes de ir a la consulta. Tenía formación alemana ortodoxa en neuropsiquiatria pero le interesó el psicoanálisis y luego la teoría de la comunicación. Quería formar una escuela e intentó conseguir una cátedra para hacerlo pero le fue negada, a pesar de sus méritos, una y otra vez. Ésto le dejó una herida de la que no se recuperó nunca. Hace unos años en una entrevista en el Pais dijo que el no haberla conseguido le había supuesto más dolor que la muerte de alguno de su hijos. Esto le trajo todo tipo de descalificaciones, pero no entendieron que estaba hablando honestamente, con el corazón, como un paciente en la consulta de un psiquiatra, tratando de ponderar el dolor de sus heridas pasado el tiempo y reconciliarse en el relato.


Y es que el tiempo fue duro con él. Vio la muerte de cuatro hijos, alguno de ellos por sobredosis. Como otros escritores de su generación (Carmen Marín Gaite, Ferlosio, Elena Soriano, Haro Tecglen) sufrieron la resaca de la libertad de los sesenta y se cuestionaron su valor como padres. Quizá estaban demasiado ocupados, quizá no supieron poner límites, quizá su sombra era demasiado pesada para unos hijos que no sabían como estar a su altura o que conocían demasiado bien la otra cara del mito.


En los ochenta supo iniciar una nueva vida. Se fue a vivir al campo con una nueva pareja y la andalucía que en parte lo había marginado le dió por fin la cátedra que tanto anhelaba. También fue admitido en la Real Academia Española y su voz adquirió un tono más amable, quizá porque había conseguido acercarse a su concepto de sabiduria


"... saber quien se es para así vivir de acuerdo con sus preferencias y construirse una vida como habitat confortable. Es sabio quien consigue amar y ser amado, se apasiona con su quehacer, goza de la amistad leal e inteligente , y de los libros que puede leer una y otra vez, y de la música que no se cansa de oír, y de los cuadros que no cesa de ver...Y aleja y despacha fuera de su mundo lo que considera estúpido, cruel, feo e incluso incómodo. Sabio, luego feliz: nada más (ni nada menos)."

Lo echaremos de menos, pero siempre nos quedarán sus libros.


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