miércoles, 6 de febrero de 2013

Memoria de las guardias



Es asombroso lo que todavía disfruto en las guardias. O, más bien, cómo disfruto cada vez más, como si algo dentro de mí fuera consciente de que pronto puedo dejar de hacerlas y perderé la experiencia para siempre.

Una guardia son rostros, formas de vestir, de hablar, de expresarse, de
manifestar distintas formas de sentir o de vivir. Pero, de forma sucesiva, agrupada, en unas horas. Lo que resulta enervante e  interesante.

Una guardia son experiencias muy intensas. Donde el tiempo vuela y, a veces, se siente el golpeo del corazón y se disfruta de él, lo que todavía resulta más extraño.

Una guardia es la sensación de estar a salvo, de ser tú el que tira el
cabo y pisa tierra, el que, por ahora, mantiene la cordura o tiene la salud suficiente para poder ayudar a otros y, por tanto, sentirse en el lado del mundo donde calienta el sol, aunque se vislumbre el abismo, lo que hace al sol más apetecible.

Una guardia es disponibilidad y anulación de las convenciones del tiempo. La madrugada es tan habitable como la media tarde. Los  descansos se merecen y se gozan con chocolate o patatas fritas. Las lecturas son de una intensidad inconcebible, como si fueran un licor fuerte y sabroso que llenara toda la boca y calentara todo el cuerpo.
Una guardia es un estado de conciencia que permite escribir desde otra perspectiva, con más desprendimiento, con pinceladas más gruesas y más raras  o más finas y más sutiles, un poco ajenas a nosotros mismos, pero extrañamente próximas, como lo es la raíz de un diente cuando nos lo extraen y nos crea extrañeza: lo que nunca hemos visto pero, sin embargo, siempre nos ha pertenecido.

Una guardia es escuchar muchas historias y no juzgarlas, sólo aplicar los parches precisos  para que la rueda siga girando, para que la vida siga su curso cotidiano que, muchas veces tanto se desdeña y que, sin embargo, tanto se necesita.

Una guardia es tener el impulso de escribir un texto como éste, en un
ratillo, de corrido, de madrugada, tras haber salido a la calle que, a estas horas simula un decorado algo desconocido y deshabitado. Porque las rutinas se han roto y es factible dejarse llevar por los impulsos sin que se rompa nada, como en una melodía de jazz de esas interminables que suceden en un club algo oscuro, con humo y cortinas de terciopelo verde.

Fotografía: Guillermo González Granda.  La mirada precisa

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